Como cada día Eric Kempson cumple el mismo ritual. A las seis y media de la mañana recorre con su coche el camino de piedra que separa su casa de las colinas que rodean el litoral. Se para y se pone a escrutar el horizonte armado con unos prismáticos negros. La costa turca está justo enfrente, a unos nueve kilómetros de su punto de observación. Kempson ha adquirido una habilidad que le hubiera gustado no tener nunca: es capaz de adivinar a qué playa llegarán las lanchas cargadas de refugiados que salen de Turquía rumbo a Lesbos, la isla griega que este británico de 60 años eligió hace dos décadas como residencia.
En estos últimos años ya había asistido a la llegada de pequeñas embarcaciones. Pero en febrero algo empezó a cambiar. “Antes eran sobre todo hombres”, explica Kempson. “En los últimos ocho meses han empezado a llegar muchas mujeres y muchos niños. En febrero encontré una pequeña muñeca al lado de un chaleco salvavidas y entendí que tenía que hacer algo”.
Mientras los gobiernos de la UE escenificaban su división en cumbres a destiempo, Kempson revolucionaba su vida y la de su familia para intentar paliar el sufrimiento que desembarcaba a razón de 20 lanchas al día a unos metros de su casa.
Un Twingo azul
En cuanto determina la ruta de los puntitos negros que ve agrandarse mientras se acercan a la isla, Kempson se lanza con su Twingo azul en una carrera alocada por las sinuosas carreteras de este lugar hacia el punto previsto de desembarco. “Allí vienen. ¡Vamos!”.
Apenas tiene tiempo de parar el vehículo en un descampado cuando ya hay decenas de personas en la orilla del mar.
En la primera embarcación todos son hombres jóvenes. Pero minutos después llegan una segunda y una tercera, todas en la misma playa. Allí sí hay mujeres y niños, y dos bebés enfundados en dos pequeños chalecos hinchables amarillos. Los adultos gritan por la alegría y algunos se tiran al suelo para besar la tierra. Los más pequeños miran despavoridos a su alrededor.
Kempson se acerca, se asegura de que no hay ningún herido y distribuye botellas de agua. A unos metros de la lancha, hay un niño con la sudadera y el pantalón mojado, temblando de frío, destemplado.
Son los primeros días de septiembre. Si a mediodía el calor es aún inclemente, a primeras horas de la mañana y después de una travesía de madrugada muchos llegan helados a la isla. Kempson se va a su coche y vuelve con un pequeño paquete del que saca una manta térmica con la que envuelve al pequeño mientras le intenta tranquilizar.
Al final pregunta si alguien habla inglés. Siempre hay alguien y más ahora. En las llegadas masivas de los últimos meses quienes huyen son sobre todo sirios de clase media que no han podido aguantar más la guerra en su país.
La ruta de los refugiados en la isla de Lesbos.
Con su larga melena y sus inquietos ojos verdes, Kempson da indicaciones a quienes llegan sobre cómo seguir en el camino. Algunos ni siquiera saben a qué isla han llegado. Tampoco que desde aquí en Molyvos, en el norte de Lesbos, les espera un recorrido de 70 kilómetros hasta llegar a Mitilene, la capital. O que una vez allí tendrán que esperar durante días durmiendo al raso antes de que se les registre y puedan subirse al ferry que les llevará a Atenas.
Desconocen el caos que ha embestido durante el verano esta isla cuyas autoridades se han visto desbordadas para gestionar una situación que ha exasperado a la población local, temerosa de que la imagen de este paraíso quede manchada por la emergencia y espante a los turistas.
“He visto demasiado sufrimiento en estos ocho meses. Sobre todo para los bebés, que no tienen la culpa de nada”, dice Kempson. “He visto a un niño de 10 años con quemaduras y herido por bombas de cloro. He visto cosas terroríficas, pero hay mucho más sufrimiento que se está produciendo. No debería pasar esto en Europa, que tendría que ser un lugar de naciones civilizadas”.
Desde toda Europa
Durante semanas, Kempson, su mujer Philippa y su hija Elleni llegaban a las playas para dar un primer auxilio a los refugiados. Indignados por el desamparo al que se enfrentaba esta gente, empezaron a colgar vídeos en YouTube y a difundirlos por Twitter y Facebook.
A medida que se iba conociendo la situación en Molyvos, mucha gente se sumaba a este esfuerzo. Los Kempson son ahora parte de un movimiento de voluntarios que han llegado desde otros puntos de Europa para ayudar a los vecinos de Lesbos y suplir la inacción de los políticos europeos frente al drama que se vive aquí. Llegan solos o con pequeñas organizaciones. Vienen de Holanda, Alemania, Noruega y algunos incluso desde más lejos.
Joel Hernández vive en Estados Unidos y llegó solo a finales de julio. “Estaba un día en Boston viendo las noticias, salió Eric en una entrevista y le escribí a través de Facebook”, cuenta durante una conversación telefónica. Fue así como este joven de 28 años de origen catalán acabó en Molyvos. Quería seguir aprendiendo sobre el terreno después de terminar un máster en Relaciones Internacionales y una especialización en inmigración. Al final, se quedó tres semanas.
“El primer desembarco al que asistí fue como estar viendo una película en un iMax. Ocurre todo muy rápido. Todo te envuelve. También el miedo. Para los que llegan es un momento de mucho miedo y también de mucha alegría. A ti te envuelve la gran necesidad en la que se encuentra esta gente”, recuerda Hernández, que ha iniciado una beca en el Migration Policy Institute en Estados Unidos. A la vuelta, escribió un informe sobre su experiencia en Lesbos cuyo título es Humanitarismo sin humanitarios. Una expresión que define el movimiento espontáneo que se ha producido en la isla ante la falta de una fuerte respuesta institucional. “Eric es una ONG ambulante”, dice sobre Kempson y su labor.
Entre mantas y pañales
En la casa de los Kempson se amontonan las donaciones que no paran de llegar de grupos de ayuda que se han creado en Facebook. Cajas, bolsas y cestas ocupan las únicas dos estancias de la casa que la familia tiene al lado de la pequeña tienda de objetos artísticos de madera de olivo que Kempson esculpe en su pequeño taller, también repleto ahora de cajas de zapatos y otros materiales que intentan repartir a los que llegan.
Hay pañales, mantas, ropa, material sanitario de primeros auxilios, mantas térmicas… Todo lo que puede ser útil para socorrer a quienes desembarcan en las playas de la isla.
La única lavadora que tienen funciona sin parar para limpiar las prendas que llegan de donaciones y también las que reciclan, recuperando la ropa mojada que los refugiados dejan en la playa al desembarcar. La vieja caravana aparcada en el jardín es ahora un almacén y a su lado están las dos tiendas de campaña en las que hospedan familias con niños pequeños cuando desembarcan por la noche.
Eric Kempson, en su casa en Lesbos.
Intentan que siempre uno de los tres se quede para atender la tienda, el pequeño negocio familiar que se ha visto afectado por la crisis que desde hace un lustro azota al país.
El año que viene Kempson tendrá que trabajar el doble ya que este año en los meses invernales ha descuidado el taller para organizar la ayuda para los refugiados. Esa labor le ocupa casi todo el día. Los desembarcos a menudo se concentran a media mañana y a media tarde. En las horas del día en las que no llegan lanchas, él y su mujer organizan el material que llega o acogen a los voluntarios.
En los vídeos que Kempson ha colgado en Youtube aparece a veces algún residente que le echa en cara que tras la llegada de las lanchas los chalecos salvavidas se queden en el arenal. “No es mi trabajo. Ni mi problema. Mi deber es salvar vidas, ayudar a mujeres y niños”, replica Kempson.
Aun así, él y los voluntarios acaban haciendo lo que cree que debería ser la labor de todos y limpian las playas o las carreteras de las botellas dejadas por los refugiados a lo largo del camino.
Gestionarlo todo no siempre es fácil. En un día normal en el tramo de costa entre la playa de Skala Sikamineas y Molyvos, un pueblo de 2.000 vecinos, pueden llegar hasta 15 lanchas al día pero en las últimas semanas han llegado a ser más del doble. En cada una viajan unas 50 personas. La casa de Kempson, a la que se accede por un estrecho camino en medio de olivos y frutales, está justo en la mitad del recorrido, en la bahía de Eftalou.
“Pienso que soy afortunado teniendo un país y una casa”, dice. “Vuelvo a casa y puedo descansar. Yo con una cerveza me duermo y al día siguiente vuelvo a empezar. Pero para mi mujer es distinto. Le cuesta conciliar el sueño por lo que ve durante el día. Yo no paro de pensar en qué podemos hacer al día siguiente. Lloré por primera vez en 20 años en febrero, en marzo y en abril. No lloro mucho pero las emociones son muy fuertes durante el día”, cuenta Kempson, que se crió en Winchester, en el sur de Inglaterra.
Antes de llegar a Lesbos, este inglés fue diseñador de jardines para las casas acomodadas de Windsor y cuidó tigres y babuinos en zoos y safaris de Inglaterra e Italia. Aquí llegaron él y Philippa de vacaciones hace 25 años y aquí se casaron hace casi 19. Dos años después, cuando su esposa se quedó embarazada, decidieron mudarse a Molyvos para criar a su hija en la isla. “La forma en la que los griegos crían y educan a sus hijos es un ejemplo para el resto del mundo. Los niños tienen mucho respeto por los mayores, son educados, andan con la cabeza alta, están seguros”, dice.
Unos 40 coches
Joel Hernández recuerda un momento especial durante la estancia en Molyvos. A los refugiados se les prohibió coger taxis o autobuses para llegar a Mitilene y un grupo de turistas y residentes locales juntaron unos 40 coches para trasladarles y evitar que tuviesen que andar durante decenas de kilómetros bajo el sol. “Hubo un día en el que un turista donó 2.000 euros para contratar un autobús”, asegura.
Ésa fue la cifra que reunió Ursula Zednicek cuando decidió que sus vacaciones las dedicaría por entero a ayudar a los refugiados. Esta alemana de 59 años ha viajado a Lesbos 37 veces desde 2006. “Llegué y me quedé prendada de esta isla”, explica. “Ahora con este desastre tenía que hacer algo”.
Chalecos salvavidas en Eftalou.
Zednicek les preguntó a sus amigos y a los colegas en la empresa de telecomunicaciones en la que trabaja si querían aportar dinero para comprar artículos de primeros auxilios para los refugiados.
Llegó a finales de agosto y durante su estancia de tres semanas ha mantenido un diario en alemán y en inglés que envía por correo electrónico a quienes hicieron donaciones. Es un relato desgarrador en el que los momentos de alegría se alternan con otros de desesperación ante la evidencia de no poder aliviar la inmensa tragedia que tiene ante sus ojos.
“Sigo metiendo personas y mochilas apretadas en mi coche”, explica Zednicek. “Siempre debes elegir entre muchos pero esperas que sean los más débiles. Los más pequeños con sus madres, las mujeres embarazadas, los enfermos… Todos los demás tienen que caminar. Seis kilómetros de un polvoriento camino de piedra y luego asfalto sin sombra bajo el sol. El agua y las gorras que llevaba [para distribuirlos] se han acabado pronto”, escribe en una de las entradas del diario.
Es la lotería de la ayuda de esta crisis de refugiados que alcanza a uno y deja atrás a otros diez. Cuando recuerda lo que ha vivido aquí, los ojos azules de Zednicek se humedecen. No tiene hijos pero aquí para muchos de los refugiados es “madre”. “Algunos me dicen ‘Gracias, madre’ cuando les subo al coche o les atiendo como puedo”, dice.
Evolución de la llegada de refugiados por mar a Europa
Por Lesbos ha pasado más de la mitad de los más de 400.000 refugiados que han entrado en Grecia por mar en 2015. La isla tiene un tamaño similar a Gran Canaria y unos 85.000 habitantes y ha llegado a albergar más de 20.000 personas que llegan de países como Siria o Afganistán.
Septiembre fue un mes durísimo. La primera semana la situación en la isla era tremenda, como reconoció Yannis Mouzalas, que acababa de asumir el cargo de ministro de Inmigración en el Gobierno interino tras la dimisión de Alexis Tsipras y que repite ahora en el nuevo Gabinete del líder de Syriza.
Desde entonces la situación ha mejorado en Mitilene, donde se han acelerado los registros y se han enviado más ferries. Pero quienes dejan la isla rumbo a Atenas enseguida son reemplazados por quienes llegan desde Turquía. La situación en los dos campos de acogida a las afueras de la ciudad es aún precaria.
El único refugio
La primera vez que vi a Zednicek estaba distribuyendo algo de comida a los refugiados que habían conseguido llegar hasta Kalloni, un pueblo a medio camino entre Molyvos y Mitilene. Allí decenas de personas descansaban un rato en la pequeña sede de la asociación Agkalia, una palabra que en griego significa abrazo.
Niños sirios en la asociación Agkalia.
Durante meses este antiguo almacén ha sido el único refugio en este pequeño pueblo para los refugiados que caminaban rumbo de la capital de la isla, sin más fondos que la generosidad de la población local. Su carismático fundador, un sacerdote ortodoxo con una larga barba blanca al que llamaban Papa Stratis, falleció de cáncer el 2 de septiembre y su muerte desató una carrera de solidaridad con donaciones desde dentro y fuera de Grecia para ayudar a los voluntarios.
Uno de ellos se llama Giorgos Tyrikos-Ergas. Su abuela fue refugiada en Siria durante la II Guerra Mundial. Tyrikos-Ergas publicó en Facebook el 20 de agosto una entrada en la que resumía las vivencias de los últimos días.
Allí hablaba de un joven sirio que rechazó dinero porque viaja solo y prefiere que se lo dé a quienes viajan con niños. También de un griego que emigró a Alemania y advirtió que había pagado por adelantado la fruta para distribuirla a los refugiados en un establecimiento cercano. Giorgos descubrió después que lo que había pagado alcanzaba para un mes. Otro día recibió un mensaje desde Alemania de una familia siria que había pasado por allí un mes antes y que escribía: “Lo logramos. Estamos vivos”.
Una postal disonante
Las últimas entradas del diario de Ursula Zednicek relatan los días más duros que han vivido los voluntarios en Molyvos. A finales de agosto, las autoridades decidieron cerrar el campo provisional que se había montado cerca del colegio del pueblo unos días antes de la apertura del curso escolar y bajo la presión de una parte de la población local. Allí los voluntarios llevaban a los refugiados para que pudieran descansar un momento antes de volver a ponerse en camino.
Después del cierre, deambulan en esta disonante postal en la que se han convertido las calles de los pueblos de esta isla, con cientos de personas que caminan agotadas delante de las tabernas donde cenan los turistas.
El campo de refugiados de Kara Tepe.
Desde entonces las llegadas han aumentado. Los refugiados aprovechan antes de que empeore el tiempo durante el otoño y a pesar de que las condiciones del mar ya hacen más arriesgada la travesía.
“La semana pasada llegamos a tener 50 lanchas en un día”, confirma Kempson por teléfono tres semanas después de nuestro encuentro en Lesbos. Está algo aliviado ya que gracias a la aportación de algunas ONG han creado un puesto de asistencia médica en la playa de Eftalou y hay más buses para evitar que los refugiados tengan que hacer andando el camino hasta Mitilene.
La esperanza es que, ante el aumento de llegadas que se prevé para el mes de octubre, la situación no vuelva a estallar en la isla donde se registraron ataques racistas y amenazas contra los refugiados. Hubo también agresiones contra los voluntarios que han desafiado todo tipo de dificultades para seguir haciendo su labor. Saben que su ayuda es sólo un pequeño alivio pero son conscientes de que es un alivio necesario.
“Es una situación que no deberían gestionar personas comunes”, dice Kempson. Y enseguida añade: “Si no les hubiésemos ayudado, muchos no estarían aquí. Hemos salvado a mucha gente y de eso se trata. Las pequeñas gotas hacen un gran océano, créeme. Alguien tenía que hacer algo”.